lunes, 13 de agosto de 2012

Sin ansiedad ni tristeza. Más vida.

                                            Sugerencias para vivir mejor, con paz y entusiasmo

Cómo trabajo

Una de las claves para la paz está en la forma como uno vive las cosas. A veces uno piensa que el secreto es cambiar de tarea, o cambiar de lugar, o buscar nuevas relaciones, porque todo está mal. Pero este es un permanente engaño que nos aparta de la senda de la profundidad. De hecho, un gran criterio espiritual que los grandes maestros del discernimiento, es que no hay que hacer cambios cuando uno se siente mal, cuando está angustiado o triste. En todo caso, cuando uno está sereno y reconciliado con lo que hace, cuando se entrega y vive bien lo que tiene entre manos, entonces sí puede escuchar a Dios y tomar la decisión correcta, porque no estará escapando.
Si no vivo bien aquí y ahora, si no me detengo y no me entrego a lo que la vida me propone hoy, entonces me llevaré mis problemas dondequiera que vaya. Por eso, lo mejor es que tome una decisión importante: “Señor, acepto vivir esto que me toca vivir, y lo acepto con toda el alma, sin pensar en otras posibilidades que podría darme la vida. Esto, lo que ahora puedo vivir y puedo hacer, es lo más importante para mí ahora”.
Hay un proverbio zen que lo expresa con toda claridad: “Cuando te pares, párate. Cuando camines, camina. Pero sobre todo, hagas lo que hagas, no vaciles”.
Cuando el cuerpo está haciendo algo y la mente está en otra parte, eso no es vida. Se produce una división dañina en nuestro ser que no nos permite aprovechar lo que este momento tiene para darnos. Pero es peor todavía si hacemos algo resistiéndonos por dentro. Lo hacemos, pero lo rechazamos. Quizás no nos damos cuenta, pero cuando hacemos una cosa pensando en otra cosa que tendremos que hacer después, eso nos coloca en un estado de prisa interior, de tensión, de huida del momento presente. Una tarea realizada de esa manera nos cansa mucho más de lo normal, nos desgasta de un modo desproporcionado. Por eso hay personas que hacen pocas cosas, pero se cansan mucho.
Es más, hay personas que trabajan en un lugar, pero tratando de quitarle tiempo a ese trabajo para realizar otras cosas, e incluso tratando de engañar a sus jefes. Cuando nadie los ve, hacen tareas personales en su computadora, llamados telefónicos, escriben mensajes, dibujan o escriben proyectos, etc. Esta es la forma más segura para terminar odiando el propio trabajo, para vivir cada día más infelices y a la defensiva, odiando al jefe cada vez que pida una cosa o cada vez que realice un control de la propia tarea, cuando tiene todo el derecho de hacerlo. La resistencia y el deseo de huir hacen que esas horas de trabajo estén llenas de angustia y sinsentido. Después, cuando se van de vacaciones, viven quejándose de su trabajo, de sus obligaciones y tareas, y recuerdan constantemente los pesados compromisos que tendrán cuando regresen. Por eso no terminan de disfrutar de las vacaciones, y cuando se acaban, sufren por tener que volver a trabajar
En cambio, cuando el tiempo dedicado al trabajo es aceptado, y se pone el alma en la tarea, eso produce una satisfacción interior, uno va al trabajo en paz y asume serenamente los desafíos y las exigencias de ese trabajo. Ha aceptado que esas ocho horas sean solamente para ese trabajo, y entonces lo hace con paz interior, se cansa menos, y se libera de un sufrimiento inútil. No realiza las cosas bien para ser aprobado por los demás, sino porque uno las ha aceptado y desea poner lo mejor de sí en esa tarea.




El ser por encima del hacer

Un profundo error del corazón está en creer que estamos aquí sólo para hacer cosas. Es verdad que cada uno tiene una misión que cumplir. Pero esa misión no se cumple sobre todo haciendo cosas, sino siendo alguien. El ser está antes que el hacer. Por eso un discapacitado o un enfermo postrado valen tanto como un gran empresario.
Pero estamos en una época donde todo se mide por la eficiencia, y para poder sobrevivir entramos en una loca carrera de competencia y de agitación. Sentimos que valemos por lo que hacemos, o peor, que sólo valemos por lo que logramos, por lo que hacemos con perfecta eficiencia. Si las personas se cotizan por la eficiencia, entonces los que tienen menos desarrolladas algunas capacidades deben resignarse a quedar al margen y a mendigar. Sin embargo, también los discapacitados, aunque produzcan menos, tienen derecho a un trabajo que les permita desarrollarse ampliamente como personas.
Por eso hace falta recordar siempre que lo primero es el ser, sobre todo si tenemos la inmensa dignidad de ser humanos, imágenes de Dios en la tierra. Si olvidamos eso, todo lo que hagamos tendrá poca calidad humana y se volverá vació. Será una mera carrera para obtener algo. Para enseñarnos esto, Jesús utilizó un hermoso ejemplo: “Aprendan de los lirios del campo y cómo crecer. Ellos no se fatigan ni tejen. Pero ni Salomón en toda su gloria se pudo vestir como uno de ellos” (Mt 6, 28-30).
Las hermosas flores le aportan hermosura al mundo y cumplen su misión simplemente siendo lo que son, dejando aflorar la belleza de su ser verdadero. No necesitan fatigarse ni hacer muchas cosas para demostrar y demostrarse lo que valen.
De la misma manera, antes que en hacer muchas cosas con eficiencia, mi propio valor está en lo que soy, en lo que Dios me ha regalado de bueno. Yo tengo que dejar que eso florezca, aunque no responda a los parámetros de la eficiencia comercial o a lo que otros esperan de mí.
Mi propio ser interior es único y es hermoso, pero probablemente esté cubierto de polvo porque lo he sepultado debajo de tantos pensamientos inútiles, de tantas preocupaciones por aparentar y por ser reconocido. Así, por brindar una imagen a los otros, he terminado renunciando a mi propia realidad. De esa manera no es posible tener paz, porque uno no está en paz consigo mismo.
Quizás sea necesario volver a recorrer todo un camino de maduración para volver a reconocerse y a valorarse uno mismo. Tanto ha luchado para mostrar una figura que fuera aceptada por la sociedad, que uno ya no sabe quién es en realidad uno mismo. En el fondo de esa oscuridad hay un niño a quien uno no ha dejado crecer.
Tú tienes derecho a ser lo que eres y a ser diferente. Para eso tendrás que volver a ser profundamente sincero con tu propia conciencia y aceptar tu verdadero ser, aunque a los demás quizás no les guste. Pero en realidad, cuando una persona está en paz consigo misma, termina mostrando espontáneamente su belleza peculiar.
Sólo con una gran sinceridad y aceptándose a sí mismo con cariño, uno podrá actuar y hablar con serena autenticidad para darle al mundo su propio aporte. Entonces estará en paz con su verdad. En Hamlet hay una hermosa escena, donde polonio le dice a su hijo Alertes: “Sé sincero contigo mismo, y de eso se seguirá, como la noche sigue al día, que no puedas falso con nadie”.
No hay que pensar que esta sinceridad nos vuelve cerrados, agresivos o arrogantes con los demás, porque cuando alcanzamos la paz con nuestro propio ser no necesitamos imponernos para sentirnos importantes, no necesitamos competir con nadie ni nos obsesionamos por ser aprobados o por tener la razón. 
Esta primacía del ser por encima del hacer está clara en la Palabra de Dios cuando nos dice: “Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor de nada me sirve” (1 Cor 13, 3). Lo que haga no me vuelve importante, no es lo que mide mi valor si no es expresión de lo que soy. Yo estoy en el mundo para algo más que hacer cosas, y si vivo sólo para hacer, traiciono mi verdad profunda y no estoy en paz conmigo mismo.

Aplacar la agitación interior de nuestros cálculos

A veces uno se da cuenta fácilmente de su estado interior porque está irritado, irascible, nervioso o muy triste. Pero otras veces cree estar en paz y no se da cuenta que tiene una permanente tensión interior. Esa tensión tarde o temprano produce síntomas: dificultades para dormir bien algunas noches, levantarse cansado, palpitaciones, mala digestión, dolores, defensas bajas. O simplemente comienza a sentir que la vida no funciona.
¿Qué es esa tensión interior que muchas veces no detectamos a tiempo, y que empieza a producir síntomas cuando ya es un poco tarde?
Es la costumbre de vivir anticipándonos a las cosas. Esta costumbre se crea en el fondo porque creemos que todo lo que vivimos debe estar al servicio de objetivos que hay que cumplir. Así, permanentemente, en cualquier cosa que hagamos –trabajar, descansar, pasear, dialogar, etc.– estamos poniéndonos metas y cumpliendo objetivos. Todo se convierte en una meta que exige nuestros cálculos, nuestra atención y nuestro esfuerzo.
Por ejemplo, decidimos ir al cine y vamos. Pero ir al cine se convierte en un objetivo más que hay que cumplir. Entonces, aunque la vida nos presente otras posibilidades, ya nos hemos programado para ir al cine y esa es nuestra meta. Si hay que hacer cola para comprar la entrada, esa espera se convierte en una tortura. Esta salida convertida en un objetivo deja de ser un placer, y cuando vamos, si la película no es muy atrapante, en medio de la proyección nos ponemos a pensar en lo que haremos cuando salgamos del cine, en la hora de finalización de la película, etc. Decidimos ir a tomar un café después del cine, y salimos acelerados, buscando un bar para cumplir nuestro nuevo objetivo, y tenemos prisa por ser atendidos, y nos angustia la demora del mozo. Bebemos el café sin disfrutarlo demasiado, porque los pensamientos vuelan y pensamos en la posibilidad de comprar una gorra antes de volver a casa. Salimos del bar apresurado, temiendo que cierre el comercio y no lleguemos a tiempo para comprar la gorra. Efectivamente, llegamos tarde, y nos perturba que el objetivo de la gorra no se ha cumplido. Del mismo modo, hay personas que convierten sus vacaciones en un montón de obligaciones: comer bien, conocer muchos lugares, ver los mejores espectáculos, etc. Así, las vacaciones no nos relajan, sino que nos llenan de ansiedad, de prisa, de tensión interna.
Cuando pasa el tiempo, sin darnos cuenta, toda nuestra vida, hasta nuestras fibras más íntimas, se vuelve una carrera permanente por cumplir cosas que nos proponemos lograr, por hacer algo que todavía no hicimos. Con este estilo de vida es imposible la calma interna y no puede haber momentos de verdadera quietud. No habrá recursos que nos serenen verdaderamente: ni masajes, ni gimnasia, ni aromaterapia, ni baños relajantes, ni hierbas sedantes, ni reflexología. Todas esas cosas serenan la periferia de la persona, pero el interior profundo seguirá dominado por esa necesidad de anticiparse a todo, hasta que el cuerpo comienza a irritarse en alguna parte. Entonces, esa luz roja nos hace descubrir la necesidad de iniciar un camino de retorno y de curación que es largo y lento, porque necesita un profundo cambio interior que modifique el estilo de vida, y eso lleva mucho tiempo antes de comenzar a manifestarse en una armonización física. Después de haber vivido mal mucho tiempo, hay que vivir bien mucho tiempo para que eso se refleje en todo el organismo.
Lo más importante es estar aquí. Aquí y ahora. No hay que apurarse porque este momento que Dios te regala es una meta. Ya has llegado. Entonces hay que vivirlo a fondo.
Quizás trato de comer sano y de correr un poco para curarme de una enfermedad. Pero mientras tanto puedo disfrutar del comer sano y de la gimnasia. Hago gimnasia para estar mejor, pero mientras tanto puedo disfrutar de la gimnasia. Trabajo para cobrar un sueldo a fin de mes, pero mientras tanto puedo disfrutar del trabajo. Dejo que pase la semana para que llegue el viernes y pueda disfrutar, pero mientras tanto puedo disfrutar de la semana llena de tareas y desafíos. De otro modo, le exigiré al fin de semana que sea perfecto, y habrá pocos fines de semana perfectos. No nos pongamos tantas metas, y hagamos del momento presente una meta.
Es verdad que también son útiles los ejercicios que ayudan a serenar el cuerpo, porque los músculos también se han habituado a la tensión, a la prisa, a estar siempre más adelante. Entonces habrá que dedicar tiempo a respirar profundo, a relajar el organismo, a intentar detenerse físicamente en cada cosa que hagamos. Pero eso es inútil si al mismo tiempo no se procura sanar la raíz del problema, que está en un estilo de vida que nosotros mismos hemos elegido y asumido. Por eso hay que preguntarse: “¿Por qué necesito hacer cosas, cumplir con todas las pequeñas y grandes obligaciones que me impongo? ¿Por qué todo se vuelve un deber a realizar? ¿Por qué he convertido toda mi vida en una obligación y en un cúmulo de metas y objetivos?”.
Únicamente respondiendo esas preguntas y descubriendo que hay miles de cosas que no son indispensables, ni obligatorias, ni urgentes, podemos iniciar un proceso de liberación. En el inicio de ese buen camino hay una decisión; la de vivir profundamente y gratuitamente cada momento, sin permitir que alguna meta u objetivo me saque del momento presente.
El objetivo de tocar una canción no es llegar al final de la canción sino simplemente gozarla a pleno. Sería terrible que un cantante sólo cantara ansiando llegar al final de las canciones para sentir que ha cumplido con su objetivo. Un buen cantante es capaz de liberarse de ese objetivo y se hace una sola cosa con las canciones que interpreta. Sólo así puede cumplir adecuadamente con su misión.


¿Cuál es la urgencia?

Para poder renunciar realmente a esa distracción permanente donde me llevan los objetivos que me pongo, también tengo que aceptar que en el fondo nada es urgente ni absoluto. Porque para poder detenerme en algo o en alguien, dedicándole por un instante todas mis energías, mi interés, mi atención mental y afectiva, tengo que apartar por ese instante todo lo demás, de modo que nada me distraiga y que todas mis energías se concentren sólo en ese punto. De otra manera, mis energías seguirán desconcentradas, dispersas, y no podré experimentar el encuentro pleno con esa realidad que tengo ante mí. Si hay alguna urgencia que me llena de tensiones, no podré prestar una atención serena y amorosa a esa persona o a esa cosa. Si hay otra tarea, otras personas, otros proyectos que me parecen absolutos, estaré con mi mente ansiosa lejos de este presente, y no podré detenerme en él.
Jesús nos dijo algunas palabras muy amables que nos invitan a “relajarnos” un poco, a enfrentar la vida con otra actitud. Por ejemplo: “Ustedes no se preocupen por el mañana. El mañana se preocupará por sí mismo” (Mt 6, 34). Un discípulo de Jesús, Santiago, repitió esa misma enseñanza dirigiéndose a los que pretenden poner su seguridad en los planes para el futuro: “Ustedes no saben que será de su vida el día de mañana. ¡Son vapor que aparece un momento y después desaparece!” (St 4, 14).
Si escuchamos a los maestros del budismo zen, ellos también transmiten esta sabiduría. Invitan a detenerse en la vida cotidiana, en cada momento, sin apoyarnos en objetivos que nos distraigan de este día, que vale la pena vivir. Un dicho de la corriente “zen soto” recuerda que “la vida entera es un viaje. Entonces, ¿por qué te apuras si ya llegaste?”.
Es decir, la experiencia plena de este momento es el secreto de la sabiduría. No vale la pena desgastarse para alcanzar una sabiduría que este momento concreto ya nos está ofreciendo. Nadie aprende a vivir si no vive bien ahora mismo.
En ese sentido, este preciso momento, en que usted está leyendo, es un momento maravilloso. Disfrute de este instante de tranquilidad, donde el Señor está tratando de hacerle descubrir un secreto de la vida. Pero cualquier momento es maravilloso, cualquier instante guarda un secreto de sabiduría, aunque según nuestros esquemas mentales pueda parecer desagradable. Cada momento es una meta, y de él podemos extraer un tesoro que vale la pena. Por más oscuro que parezca, si no escapamos de él, nos ofrece un tesoro que es mucho más importante que lo que alcanza a percibir nuestra pequeña conciencia.
Que yo no alcance a tener una experiencia clara de eso no significa que no sea así. Yo puedo estar embotado, adormecido, confundido, cerrado, pero eso no quiere decir que no exista el universo infinito, que me desborda, me excede, me supera por completo. Y aunque yo no lo perciba, estoy sumergido en el misterio de este mundo fascinante.
Basta detenerse cónico minutos en un objeto cualquiera, para darse cuenta que allí hay cosas que uno no advierte cuando lo mira sin atención. Además, uno suele mirar muy negativamente muchas cosas que le pasan, porque sólo puede ver un aspecto de la realidad, un incidente aislado. Sólo Dios conoce el significado de esa experiencia en toda la amplitud que ella tiene y en todo su alcance. Confiemos entonces en esa maravilla, dejémonos llevar, y permitamos que este momento nos enseñe algo, y nos de a beber de su néctar de sabiduría.


Siempre dispuestos

La tensión interior nos desgasta, físicamente y también espiritualmente, agota la intensidad vital y perturba todas las dimensiones de la existencia. Esa tensión interior se acentúa especialmente cuando estamos a la defensiva. ¿Por qué asumimos esa actitud dañina? Porque rechazamos la realidad que nos toda enfrentar y tratamos de negarla. Pero esto nos sucede si tenemos un corazón frágil, temeroso ante los desafíos de la vida, tratando de buscar seguridades sólidas y soñando con vivir en una especie de paraíso dorado, liberados de los límites y los cambios imprevistos de esta tierra peligrosa.
Cuando uno pretende escapar, como si no fuera posible vivir sin límites y dificultades, a cada rato se golpea contra la pared de la realidad. Huye de un desafío, pero a la vuelta de la esquina se encuentra con otro problema. Hay personas que los fines de semana se escapan a un lugar lejano de su casa, pero terminan preocupándose todo el tiempo por mantener la casa de descanso, preocupados por la inseguridad del entorno, desconfiando de algún vecino, etc. No se puede escapar. Esta es la tierra, este no es el cielo mi amigo, mi amiga.
El secreto es estar siempre dispuestos a lo que la vida nos presente, siempre abiertos a las novedades que nos obligan a ser creativos y generosos, siempre disponibles para lo que el Señor nos quiera proponer a través de las personas y los acontecimientos que se nos presenten. De ese modo uno se vuelve capaz de enfrentar la realidad, pero sin tirantez interior, sin tensión.
Para comprender este espíritu profundamente cristiano me han servido tres imágenes comunes en las religiones de Oriente.
La primera es la de un inmenso árbol bajo la nieve. Las ramas más duras se rompen por el peso de la nieve, pero las ramas blandas y flexibles se dejan vencer, bajan lentamente, y cuando la nieve cae al suelo se vuelven a levantar lentamente. Por eso no se rompen.
La segunda es la del agua que fluye y se adapta a todo lo que se le interpone en el camino. Que si es colocada en un recipiente no se resiste y toma la forma del recipiente, pero no por eso deja de ser agua. Si corre y encuentra piedras en el camino, las acaricia, las rodea, juega con ellas y sigue su camino.
La tercera es la de la flor de loto, que flota bella en medio de las aguas turbias, y aunque haya tormenta o viento, ella sigue flotando serena y preciosa.
Cuando uno percibe que se está llenando de tensión interna, que está haciendo las cosas pero resistiéndose interiormente, que está hablando con alguien pero sintiendo un fuerte rechazo interior, entonces uno puede recordar que se está comportando como una rama dura, que se resiste a la nieve, en lugar de ser como una rama blanda y flexible, que acepta la situación y se adapta. O quizás como un lago interior, lleno de calma, mientras por fuera atraviesa una terrible tormenta. O puede imaginarse que es como agua, que no se enfrenta a las cosas como si fueran obstáculos, sino que se adapta a ellas graciosamente. O que es como esa flor de loto que no se deja hundir o ensuciar por las contrariedades, sino que se mantiene serena y bella en medio de las agresiones externas.
Como vemos, no se trata de escapar, de esconderse o de evitar los desafíos. Pero tampoco se trata de soportarlos a la fuerza. La clave está en enfrentarlos con calma interior y espíritu amplio, disponible, abierto: “Ya que me toca vivir esto, lo acepto y lo vivo de la mejor manera posible” De este modo, uno no desgasta sus energías resistiéndose y las utiliza de un modo más productivo.


Ya que no hay salida…

Cuando la vida se vuelve muy complicada, uno tiene derecho a tratar de evitar algunos problemas, para que la lista no se vuelva demasiado grande. Sobre todo, porque sabemos que no podemos hacerlo todo. No obstante, también hay dos maneras de evitar algo: una manera tensa, airada, impaciente, ansiosa, obsesiva. Otra firme, decidida y segura, pero serena, amable, armoniosa, sin sentirse agredido y sin creer que el mundo es nuestro enemigo.
Pero en estas situaciones puede suceder que haya cosas ineludibles, que no podemos evitar, aunque no nos sintamos preparados para enfrentarlas.
Por ejemplo, una persona me anuncia que vendrá a visitarme mañana, y por diversas razones no puedo pedirle que no venga. Acepté su visita porque no me queda otra salida y no tengo posibilidades de postergarla para un mejor momento. Entonces quizás estaré todo el día inquieto, sin paz interior. Será un día negro. Y mañana, cuando esa persona esté en mi casa, me sentiré interiormente mal, esperando que se vaya y acabe el mal momento. Otro día oscuro y perdido.
Algo semejante puede ocurrir si el médico me dice que el mes que viene tendré que ser operado de un tumor. Es posible que pase un mes de angustia, de temor, de lamentos.
Ciertamente, el paso más importante es el de lograr aceptar interiormente eso que es inevitable, y luego buscar las formas de enfrentarlo de la mejor manera posible. Pero a veces la perturbación ha penetrado tanto nuestro interior que no podemos evitarlo, y por más que busquemos técnicas o ayudas para relajarnos, esa preocupación sigue inquietándonos. Entonces, el mejor camino es la ofrenda.
Se trata de ponernos en la presencia del Señor, para pedirle aquellas cosas que más deseamos en la vida: madurar, santificarnos, ser felices. Pero también pueden ser otras necesidades que guardamos en el corazón: la preocupación por la salud de un ser querido, un proyecto que queremos realizar, etc.
El siguiente paso es ofrecerle al Señor lo que nos desagrada por esas intenciones que le hemos presentado. Por ejemplo:
“Señor, mañana vendrá a visitarme Julia. Me cuesta mucho estar cerca de ella, escucharla, tolerarla. Pero acepto dedicarle el día de mañana y te lo ofrezco por ese proyecto que tanto me entusiasma”.
Si esta ofrenda es sincera, entonces uno realmente asume que dedicará un día de su vida a esa persona que le desagrada. Por lo tanto, al ceder la resistencia, la tensión se alivia y uno realmente se dispone a atender a Julia.
Pero para que esta ofrende sea real, tendré que renunciar claramente a hacer otras tareas, de manera que verdaderamente me dedique por entero sólo a atender a esa persona. Si mañana ella llega y yo me paso el día lamentándome por dentro, eso significará que no le he hecho ninguna ofrenda sincera a Dios. Ofrecer ese día quiere decir en mi interior lo he aceptado así, como parte de mi vida, para entregarlo a Dios.
Cuando el amor a Dios ha llegado a ser profundo, entonces es posible ofrecerle a Dios algunas molestias simplemente por ese amor a él, para su gloria, y sin pedir nada más. Sin embargo, antes de lograr ese desprendimiento generoso hace falta acostumbrarse a otras ofrendas no tan magnánimas, algo interesadas, pero que nos ayudan a asumir con paz lo que nos toque vivir.
Como tantos otros secretos de paz, no se trata de saberlo sino de hacerlo, o al menos de intentarlo.


Estar en casa

Hay personas que no tienen paz porque sienten que no están en casa. Cuando estoy perdido, y deseo volver a casa, entonces me domina la agitación interior. Si estoy en una casa extraña y ansío volver a nuestro hogar, tampoco estoy sereno. El mayor problema es cuando siento que este mundo no es mi hogar, que esta tierra es para los demás, pero no para mí. La vida es una fiesta, pero siento que yo no he sido invitado, que esta no es mi casa.
Esto puede ser bien entendido, porque es verdad que un día moriremos y llegaremos al hogar más bello. Nosotros no fuimos creados sólo para esta tierra, y no depositamos nuestra esperanza sólo en esta existencia limitada. Mientras otros pretenden encerrar nuestra mirada en la corta perspectiva de esta vida terrena, nosotros creemos en una vida que nunca se acaba y que se hace plena sólo después de la muerte. Muriendo, resucitamos a una vida sin confines. Esto implica que al final tendremos que entregarlo todo. Así seremos colmados con la plenitud de Dios en el banquete del Reino definitivo: “Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres” (1 Cor 15, 19).
Pero ahora estamos aquí, y el Señor nos ha puesto en esta tierra, en este lugar del mundo. Por eso él quiere que aceptemos este lugar y lo valoremos como nuestro propio hogar, que sepamos disfrutar y agradecer esta vida. El mundo es mi casa, las calles de mi ciudad son para mí, los parques también son míos, el gusto de las frutas, el perfume de las flores y la caricia del sol también son para mí. El canto de los pájaros y el fresco del aire son como una caricia de Dios, no sólo para los demás, sino también para mí.
Yo tengo todo el derecho a tener sueños y proyectos, deseos y planes. Y para eso no tengo que ser perfecto. Basta que sea una criatura amada por Dios. ¡Y lo soy!. Por eso existo, por eso desperté una vez más esta mañana. El Señor es mi Padre creador, y es él quien me dio un espacio en este mundo, y me quiere. Por eso tengo derecho a pisar esta tierra, a desarrollar mis capacidades y sacarle provecho a los años que me toque vivir.
Los demás tienen derecho a ser felices, y yo también tengo ese derecho. Como ser humano e hijo de Dios tengo el mismo derecho que cualquier otro. Ellos pueden dar su opinión y yo también puedo dar la mía. Ellos pueden defender sus derechos y yo puedo defender también los míos.
Si yo reconozco que este cielo, estos árboles, estos pájaros y estas nubes son para mí, son parte de mi hogar, entonces podré caminar en paz. Estoy en casa, y el Señor está conmigo.


Valorar este momento


Dios mismo te invita a detenerte en cada cosa y en cada momento, porque él desea verte feliz y sabe bien que si no aprendes a detenerte serás siempre infeliz.
Para eso hay que valorar cada cosa y darle importancia. Que no te parezca poco si es regalo de Dios. Por eso dice la Biblia: “Hijo, trátate bien con lo que tengas” (Sir 14, 11); y también te invita con ternura: “No te prives de pasarte un buen día” (Sir 14, 14). Pero ante esta idea dañina tenemos que decirnos a nosotros mismos con frecuencia: “¡Sí que soy digno! Pero no por mis méritos. Soy digno de gozar y de ser feliz simplemente porque soy amado por Dios y porque Él ama mi felicidad”.
Veamos cómo esta enseñanza aparece en la Biblia.
Es santa voluntad divina que nosotros disfrutemos, ya que Él “nos provee espléndidamente de todas las cosas para que las disfrutemos” (1 Tim 6, 17). Y con qué ternura el Padre Dios nos dice en la Biblia: “Hijo, trátate bien…” (Sir 14, 11).
Si esa es la voluntad de Dios, entonces yo no iré contra esa santa voluntad amargándome con mis escrúpulos y sentimientos de culpa o de pequeñez. Él quiere que yo sea feliz, y por lo tanto le doy gloria cuando disfruto de la vida.
No es un proyecto divino que yo tenga que sufrir. Su voluntad directa es mi felicidad. El sufrimiento de sus criaturas es sólo una permisión divina, no es una decisión directa. Y cuando lo permite, lo usa como instrumento para producir algo bueno en mí, para enseñarme a vivir mejor. Entonces, tratar de ser feliz cada día es ser fiel a su amor, y optar por ser amargado, negativo y pesimista es contrario al deseo del Padre. ¡Qué difícil es descubrir esto con el corazón y vivir en consecuencia! Yo no sólo tengo derecho a ser feliz. Que yo sea feliz es precisamente lo que Dios quiere.
Por eso mismo, detenerte ante lo que Dios te ofrece ahora es una clave para alcanzar un bienestar personal aun en medio de muchas limitaciones. Para eso sería importante que adquirieras la convicción de que cada momento es muy valioso.
Que lo que tengas entre manos sea pequeño, imperfecto o limitado, no significa que no sirva para nada, no significa que sea inútil o inservible.
Por ejemplo, que el amor de un amigo sea imperfecto o defectuoso, no significa que sea falso ni que sea puro egoísmo. Es imperfecto, pero es real. Eso que tienes entre manos, aunque sea imperfecto, puede abrirte el camino para descubrir y gozar cosas mucho más bellas y grandes cuando lleguen. Recuerda: si no vives esto que tienes entre manos ahora, no te capacitas para descubrir, valorar y gozar otras cosas mejores cuando la vida te las ofrezca. Nada te bastará.
Es verdad que el empeño por construir algo mejor con esfuerzo también puede ser una experiencia muy gozosa y placentera, siempre que el acento no esté puesto en la meta sino en la tarea misma, que se vive con todas las ganas.
También es verdad que Dios desea que yo madure, que crezca, que mejore. Pero eso es así porque en realidad es una ley interna de la misma vida, que es dinamismo: Nadie es feliz si se clausura, si se cierra al cambio, si renuncia al desarrollo, si se encierra en lo que ya ha conseguido. Pero lo importante es estar abierto a ese proceso de cambio y disfrutarlo, no estar pendientes de los resultados.
Cuando estás disfrutando algo, o cuando has vivido un buen momento y te alegres, puede suceder que escuches una especie de voz interior que te dice: “No, no disfrutes. Eso es poca cosa. No vale la pena gozar o agradecer esa tontería”. Y entonces brota en tu interior una sensación amarga que hace desaparecer la alegría llena de gratitud que estabas sintiendo.
Por eso no te conviene escuchar esas sugerencias interiores. No escuches esas voces negativas, no las escuches, no les dediques nada de tiempo. Son tus enemigas. Cuando aparezcan no les des importancia. Reacciona a tiempo y repite algo así:
“Sí. Este es un buen momento, y vale la pena. No es la gloria celestial, pero está cargado de belleza. No es perfecto, pero lleva una chispa de fuego divino en medio de la miseria. Lo acepto y lo valoro. Gracias, Señor, gracias”.
A partir de esta convicción, puedo decidir darle mi tiempo a esto que la vida me propone. Decido darle tiempo a cada cosa. En realidad, esta es la clave de los ejercicios de relajación, porque todos ellos son efectivos cuando nos llevan a renunciar a la prisa y nos llevan a detenernos en algo, a realizar algo sin prisa alguna.

Un buen tiempo para Dios

Nuestra incapacidad para detenernos se refleja en un hecho: no tenemos tiempo para Dios. Podríamos decir que creemos en él, pero no creemos que sea digno de nuestro tiempo. Pero en realidad lo que sucede es que estamos tan poseídos por la prisa interior, que no podemos detenernos en oración.
La oración comienza a ser una experiencia gozosa cuando somos capaces de detenernos ante Dios, hasta que sólo él sea el importante, hasta que sea de verdad el único absoluto:
“Señor, hoy tengo todo el tiempo del mundo. Nada es urgente, nada es indispensable, nada es absoluto. Sólo Tú”.
Pero se trata de detenernos ante él, no como buscando una energía, un bálsamo o un poder cósmico, sino como buscando a Alguien a quien se puede amar y con quien se puede dialogar, Alguien en quien uno puede sostener su vida y entregarse totalmente en una respuesta amorosa.
Las técnicas pueden ser buenas, pero sólo ayudan a experimentar una armonía psicofísica. Nosotros somos mucho más que eso, porque en lo más íntimo de nuestro interior hay una necesidad de un gran encuentro de amor. Y para eso no nos basta una energía ni una armonía cósmica; hace falta Alguien.
Hay momentos en que ninguna técnica nos ayuda a relajarnos. Entonces, lo mejor es detenerse ante Dios. Suele decirse que para poder orar, primero es necesario relajarse y armonizarse un poco. Pero a veces sucede lo contrario, porque lo que más necesita el corazón es encontrarse con Dios, y todo lo demás son distracciones que no resuelven su necesidad más profunda. Todo lo que hace la persona le grita que necesita de Dios, y que sólo ese encuentro sagrado y personal podrá devolverle la paz.
Recuerdo un tiempo en que me sentía mal, tanto físicamente como espiritualmente. Hacía tantas cosas que sólo vivía en función de mis compromisos y de los resultados de mis esfuerzos. Yo sabía que la propia vida es una misión y que uno no está en esta tierra sólo para sentirse bien, sino para responder a un llamado de Dios, y sé que esa respuesta, cuando uno está sano y fuerte, pasa también por las tareas que uno realiza para el servicio de los demás. El problema está en confundir la propia misión con el resultado de nuestros esfuerzos. La misión es mucho más que eso, y se cumple de una manera misteriosa que sólo Dios conoce, aun en medio de aparentes fracasos y errores. La persona que descubre esto es capaz de entregarse por entero, pero sin ansiedad. Yo todavía no había descubierto esto y todo se había convertido en una ansiosa carrera por hacer cosas, y eso terminó dañando mi cuerpo y mi interior. Gracias a dios puede aprender a vivir de otra manera. En medio de ese camino de liberación, fui unos días al mar. Iba decidido a practicar una serie de ejercicios que verdaderamente me serenaban y me relajaban. Pero caminando por la playa tuve la necesidad de mirar el cielo y de reconocer todo lo que había en mi interior, eso que ningún ejercicio podía relajar. Entonces el Señor me regaló la gracia de reconocer su presencia en una intensa experiencia amorosa, y sólo me brotaba decir: “Señor, ten piedad, ten piedad de mí Señor, ten piedad”. Salí de la playa y me fui a celebrar la Misa. Pocas veces la viví con tanto deseo interior.
Esta experiencia me ayudó a convencerme de algo que yo tantas veces le había dicho a los demás: Nuestro corazón está hecho para una relación personal con Dios, y hasta que no depositemos en él nuestra confianza, no habrá recursos, métodos o ejercicios que sanen y liberen plenamente el corazón. Todas las técnicas pueden ayudar, pero lo único que hacen es prepararnos, despejar el camino. Llega un momento en que tenemos que dejarnos tomar, dejarnos liberar, dejarnos abrazar. Si no llega ese abrazo tampoco llega la paz.
Muchas veces simplemente es necesario hablar con Dios sobre lo que nos pasa, sobre nuestro dolor y nuestro lamento más profundo, sobre lo que realmente sentimos, y dejarlo todo en sus manos. Y otras veces, nuestro amor herido necesita recomponerse en los brazos de Dios y recibir su amor fuerte y sincero.

Pero detenerse en serio ante Dios también ayuda al bienestar de la persona, a su armonización, porque responde a una necesidad honda del corazón humano. El encuentro detenido con Dios nos libera de muchas angustias. Veamos algunos ejemplos:

Una persona tiene problemas de amor, por distintos motivos. Entonces le conviene frenar esos pensamientos inútiles, salir de sí y detenerse a contemplar el amor de Dios. Él sí es amor, amor puro, sincero, infinito, amor sin límites. Él es amor. Eso es importante. Si le parece que el amor en esta vida no existe, puede pensar que sí existe, porque Dios es amor, y es maravilloso que así sea. Otra persona está preocupada por su imagen ante los demás, por sus errores, sus incoherencias. Que no pierda el tiempo mirándose a sí mismo. Lo importante es que existe él, el perfecto, el Santo. Detente a contemplarlo. Eso es lo importante, que él existe, y él verdaderamente es el Santo. Otro se detiene a pensar en su infelicidad, en sus fracasos, en las cosas que soñó y no logró, en sus insatisfacciones. Pero lo importante es que existe él y es infinitamente feliz. Él es pura felicidad, sin límites ni confines. Existe la felicidad perfecta, que es él. Yo puedo recibir gotas de esa felicidad, y estoy llamado a una felicidad inmensa. Pero lo más importante es que Él es feliz, inmensa y maravillosamente feliz, que en él hay un gozo ilimitado. Hay que lograr poco a poco que en nuestro corazón vayan disminuyendo las quejas y vaya creciendo Dios, que él sea el importante, que cada vez sea más frecuente detenerse durante el día a salir de nosotros mismos y contemplarlo a él, y ser felices porque él existe, y es amor, es perfección, es felicidad ilimitada.


Confianza en el misterio

Algunos días nos parece que la gente nos quiere, que todos nos tratan bien, que todo está tranquilo, que la vida está hecha para nosotros. Otros días las cosas nos salen mal, parece que la gente nos ignora o nos desprecia, nos duele la cabeza, o aparecen nuevos problemas.
Pero no podemos decir que un día es bello y que otro es feo, que un día vale la pena y que el otro no, que un día es bueno para nosotros y que el otro es malo. Los dos días son necesarios, los dos tienen su hermosura y su misterio, los dos días nos hacen falta para madurar para purificarnos interiormente, para llegar a ser lo que estamos llamados a ser. Los dos días son distintas manifestaciones de la única realidad.
Claro que si nosotros nos construimos una idea cerrada de lo que es la vida, entonces habrá un solo tipo de días buenos, y serán pocos. Pero si abrimos la mente y aceptamos la variedad de la vida, entonces seremos capaces de vivir en paz en distintas circunstancias.
El problema es que si miramos la televisión, o escuchamos la publicidad, o miramos los carteles publicitarios de los que quieren vendernos cosas, entonces allí encontraremos un solo tipo de vida, donde todo parece color de rosa. Mentiras y engaños. Por eso, para algunas personas el único día que vale la pena es cuando no hay que trabajar, cuando tiene dinero y pueden ir a comprar cosas, cuando los demás los admiran o les dan la razón en todo. Así la vida se reduce tremendamente, se encierra en un círculo muy pequeño de posibilidades.
La ansiedad generada por los ídolos del tener, del placer y del aparecer, nos ha vuelto tan insaciables e inquietos por dentro, que ya no podemos detenernos a disfrutar profundamente de nada. Aun el contacto con la naturaleza nos provoca un escozor que nos lleva inmediatamente a buscar algo que hacer o que comprar. La obsesión por comprar y consumir nos vuelve a todos más individualistas y más tristes, pero también nos recorta la mirada y nos encierra en un sector reducido de la realidad y del placer. Se trata de una tiranía del presente que produce un círculo vicioso, porque se pretende ingenuamente ahogar la angustia con nuevos placeres comprados. Hoy tenemos una capacidad de placer sumamente reducida a pocas y nos cuesta tener que esperar para conseguirlo, o tener que esforzarnos durante un tiempo para alcanzarlo. Somos niños buscando gratificaciones inmediatas: la intensidad rápida del coito, la comida o la bebida a toda velocidad, el placer narcisista de que nos miren, nos aprueben y nos acepten; y además, tener los aparatos más sofisticados con las últimas novedades tecnológicas. Pero la vida es mucho más. Nos perdemos muchas formas de placer, verdaderamente agradables y gratificantes, que ya no somos capaces de disfrutar. El mercado tiene miles de ofertas que requieren mucho dinero, pero no es cierto que somos unos infelices si no podemos tener las últimas novedades que nos ofrece. Es posible ser feliz con poco, como lo fueron en otras épocas. Pero el mercado necesita seres dependientes, adictos siempre insatisfechos. Así habrá pocos días buenos, y sólo tendremos algunos momentos buenos.
Usted podría preguntarse: “¿Pero qué gusto puedo encontrar en el esfuerzo, en el trabajo, en los problemas, en una enfermedad, en el aburrimiento, en el trato con personas que no me atraen? No se trata de decir que todo es lindo y de sonreírle a todo. Es algo más profundo, mucho más profundo. Es reconocer que en cualquier situación hay un misterio escondido, hay una enseñanza, un camino, que en cualquier situación podemos aprender algo. Cualquier situación se puede vivir bien y con profundidad si le encontramos un sentido, puede ser un camino de liberación o de crecimiento. En cualquier cosa que nos toque vivir Dios puede actuar secretamente, en medio de cualquier estado de ánimo él puede realizar una obra purificadora y transformadora.
Es un misterio difícil de reconocer cuando estamos mal, pero la vida está hecha de todos los momentos, y en cualquier cosa que suceda el Señor puede realizar una inesperada obra de arte con nosotros
Esta vida en la tierra es una sublime combinación, y cuando sólo tenemos días de sol posiblemente dejemos de valorarlo. Los días nublados nos ayudan a reconocer mejor el atractivo de los días soleados: “¡Qué bella cosa una jornada de sol, el aire sereno después de la tempestad!” (O sole mio). Las discusiones nos ayudan a valorar los momentos de armonía, la sed nos enseña a agradecer el vaso de agua. Pero nuestra vida no es una cosa o la otra, necesitamos experimentar las dos cosas y a cada una dedicarle todo nuestro ser.
En medio de la tormenta es bueno decirle al Señor: “Dios mío, este momento no me agrada, no lo entiendo, no me hace feliz. Pero sé que puede tener algún sentido en mi vida. No quiero escapar. Ayúdame a vivirlo intensamente, para que pueda recibir lo que esta experiencia tiene para darme. Amén”.


Expresar el optimismo

Cuando estoy resistiéndome ante alguna cosa, cuando me lleno de temores ante un peligro, cuando estoy perdiendo la paz por una dificultad, es bueno ponerle un nombre a eso que me está pasando. Por ejemplo, puedo preguntarme “¿cuál es mi temor frente a este problema?
Si me respondo que mi temor es el de no poder superar ese problema, entonces me pregunto: ¿Yo podría vivir uno o dos años con este problema? ¿Podría encontrar alguna manera de convivir un tiempo con este problema?
Si yo tengo un mínimo de confianza en mí mismo, si poseo un poco de creatividad, entonces seguramente responderé que sí. ¿Cómo no voy a encontrar alguna manera de vivir con esto?. Y me repito: “Seguramente, con la ayuda de Dios, podré sacar lo mejor de mí y superar esta dificultad. No lo dudo. Todo pasa, todo pasa, y vendrá un tiempo mejor”.
Estas expresiones positivas, cuando se repiten, producen un verdadero efecto en todo nuestro ser, impulsándonos a sacar lo mejor de nosotros mismos; y hasta el cuerpo puede reaccionar favorablemente. Negar esto sería ignorar la importancia que tiene la palabra (aunque sólo sea una expresión interna, mental) en la estructura del ser humano. Las palabras repetidas configuran un verdadero sistema que termina provocando reacciones en la línea de lo que se expresa.
Y si reconozco que yo podría convivir un tiempo con ese problema, entonces puedo vivir ahora mismo en paz con este problema, puedo ahora mismo tratar de hacer muchas cosas con gusto y sonreír algunas veces aunque tenga esta dificultad. Entonces me repito: “Yo puedo convivir con este problema, puedo incorporarlo a mi vida y sacar de él todo lo que me puede enseñarme y ofrecerme”.
Pero puede ocurrir que yo tenga en mi interior un temor que me perturba: el temor de que ese problema, con el paso del tiempo, sea cada vez más grande. Si así fuere, entonces cuando tenga más dificultades me arrepentiré de no haber aprovechado mejor este tiempo en que el problema no es tan grande. Por lo tanto, lo más sano para mí es dejar de resistirme ante esa dificultad, e intentar ahora mismo ser feliz y hacer cosas por la vida. Si mi existencia se complica más en el futuro, entonces tendré que inventar de nuevo mi manera de ser feliz y aprender a hallar momentos de gozo en medio del dolor: “Yo podré reinventar mi felicidad” –me repito–.
Además, cualquier cosa que me suceda, cualquier cosa, seguramente tendrá alguna belleza y algún sentido profundo que podré descubrir con la luz de Dios. De eso puedo tener certeza. Pero eso será después. Ahora me lanzo a vivir feliz este día así como estoy. Me digo: “Acepto, Señor, este nuevo día. Me entrego con confianza”.
Siempre es mejor encontrar estas respuestas positivas, inventar excusas para ser felices. Ese optimismo es siempre el mejor camino. Porque no hay mejor manera de prepararse para el futuro que restarle peso a ese futuro y vivir intensamente el presente. Viviendo bien el presente, me hago fuerte para enfrentar cualquier tormenta en el futuro. Pero si me lleno de angustias por el futuro y no vivo el presente, eso me debilita y me vacía. Entonces el futuro me encontrará mal preparado, frágil y enfermo.
De hecho, otras personas pueden vivir bien en medio de muchas dificultades, sin resistirse, y sin angustiarse por el futuro. Algunos seres maravillosos viven siempre con una sonrisa y con optimismo, y nadie advierte que tienen dolores, asuntos que resolver, dificultades, peligros. Han dejado de resistirse, y simplemente enfrentan sus dificultades como pueden. Me digo: “Si ellos pueden vivir así ¿por qué yo no?”
Es bueno aprender a reconocer cómo cada desafío, cada dolor, cada perturbación que tengamos que soportar, nos capacita para vivir mejor. Los sufrimientos son procesos necesarios para ir gestando nuestro verdadero ser, son como purificaciones que preparan un fruto maduro y feliz para la eternidad. A medida que uno va aprendiendo a vivir más profundamente a través de los distintos sufrimientos de la vida, va aprendiendo también a enfrentar con más fortaleza los problemas futuros. Sin dificultades, en cambio, nos vamos acostumbrando al bienestar, todo nos parece poco, dejamos de valorar con gratitud lo que tenemos.
Suele producirse una tremenda resistencia interna cuando uno tiene miedo que pase algo que sabe que va a pasar. Y se dice por dentro: “que no pase, que no suceda”: Quedar   embarazada, por ejemplo. El peor sufrimiento y el tremendo desgaste nervioso está en esa resistencia que una mujer pone ante esa posibilidad. Pero se libera cuando llega un momento en que esa mujer se atreve a decir: “¿Y si eso sucede qué? ¿Acaso se va a venir el mundo abajo? ¿Acaso no podré enfrentarlo? Sí, me cambiará la vida. Pero ¿acaso no puedo empezar a vivir de otra manera, con un nuevo desafío?. He pasado por otras dificultades ¿Acaso no podré pasar por esta? Por supuesto que sí”.
Entonces uno deja de resistirse a esa posibilidad y recupera la paz. Si no, se desgasta y se enferma inútilmente por una idea fija.


El lado positivo

Nuestras inclinaciones más profundas oscilan entre dos grandes deseos: uno es vivir en paz, con calma, con seguridad. Otro es vivir con intensidad, con fuerza, con novedad, con variedad.
A veces anhelamos ir a vivir entre los cerros, en un lugar solitario y silencioso. Pero luego nos aburrimos y nos brota el deseo de vivir algo más intenso. Por otra parte, cuando estamos viviendo experiencias muy intensas y desafiantes, llega un momento en que nos surge el deseo de simplificar nuestra vida y recuperar la calma y la sencillez de los cerros.
Creo que lo importante es lograr una síntesis interior de estas dos inclinaciones, de manera que en cualquier situación en que nos encontremos podemos combinar las dos cosas. Podemos encontrar una gran variedad de cosas y una vida muy intensa en la soledad de los cerros, y podemos llevar interiormente la calma de los cerros en medio de una actividad exteriormente muy exigente e intensa.
Es verdad que puedo simplificar mi vida aplacando la necesidad de grandes novedades y siendo feliz con lo pequeño, viviendo con intensidad y creatividad lo cotidiano. Pero si me toca realizar una tarea muy exigente, intensa, desafiante, llena de variedad y de imprevistos, puedo vivir eso con una profunda estabilidad, con sencillez y firmeza interior.
El tiempo, las luces del Espíritu y nuestra búsqueda interior constante pueden ayudarnos a encontrar la síntesis que sea posible en medio de lo que nos toque vivir concretamente. Por ejemplo, antes yo necesitaba el mar o las montañas para sentirme feliz, pero con el paso del tiempo aprendí a descubrir la belleza de la llanura donde vivo, así como los beduinos pueden encontrar hermosura y variedad en la aparente monotonía del desierto. Aprendí a amar el sol, la lluvia, la planicie infinita, los atardeceres en el campo, el verde, la estación seca, los caminos, los fresnos, los gorriones. Cada día todo me parece nuevo. No hay aburrimiento. Pero también las calles de la ciudad, los edificios, la plaza, la catedral, las veredas, los rostros, los sonidos.
Es cierto que todo tiene sus límites y sus defectos, porque nada de este mundo es perfecto. Pero todo depende de la actitud y de la mirada. Hay miradas negras y hay miradas mágicas, que siempre descubren el lado positivo e interesante de las cosas.
Los maestros taoístas decían que hasta un jorobado tiene su hermosura y su valor, y que un árbol poco llamativo y de mala madera tiene la ventaja de que nadie quiere mutilarlo ni cortarlo. Aun las cosas que nos suceden, aunque por el momento no las entendamos y nos causen dolor, tienen un sentido en el conjunto de nuestra vida. Un relato oriental muy significativo pone como ejemplo el caso de un campesino cuyo caballo se escapó, pero luego volvió  con tres más. Su hijo fue a cabalgar en uno de ellos, muy bello, pero se cayó y se quebró una pierna. Esto impidió que lo llevaran a la guerra y muriera como sus compañeros. Mirando toda la vida de esta persona, uno puede reconocer el sentido de cada cosa, pero mirando sólo los detalles aislados sólo se destaca el sufrimiento. Por eso, para sufrir menos y vivir con paz, hay que confiar en la vida y en la mirada de Dios, que de todo saca un bien. En todo caso, habrá que pedirle su luz para reconocer el sentido y el lado positivo de cada cosa.

El mejor lugar, la mejor tarea, el mejor momento

No es suficiente aprender a encontrar el lado positivo de todo. Ese es un primer paso necesario, pero para poder estar en paz con la vida hay que ir más allá. Una persona con mente abierta y corazón amplio es capaz de reconocer y aceptar que lo mejor que le podría pasar es lo que tiene entre manos.
Este lugar donde estoy es el mejor lugar del universo para mí. Dejemos a un lado las situaciones extremas, de personas que son abusadas, agredidas o explotadas. En una situación normal, si me toca estar aquí ahora, trabajar aquí, amar aquí, es porque no hay otro lugar mejor. Sólo con esta convicción puedo aprender todo lo que este lugar tiene para enseñarme y puedo aprovechar toda su riqueza. Si no puedo hacerlo, no vale la pena que busque otros lugares para estar mejor. Cuando no me abro para recibir el mensaje de este lugar, no me servirá de nada escapar.
Hay personas que van de vacaciones a Mar del Plata y ya comienzan a hacer planes para otros viajes, cuando puedan conseguir más dinero. Imaginan el Caribe o las playas de Brasil. Esas tontas fantasías no les permiten valorar, disfrutar y vivir el lugar donde están, lleno de belleza.
Hace falta una firme convicción: Si estoy aquí, ahora este es mi lugar, el mejor lugar del planeta para mí.
Detrás de esto hay una realidad profunda: Que cualquier cosa que existe es un milagro, un brote de hermosura, un reflejo de Dios. Tomemos una piedra sencilla. Si no existiera nada más en el universo, y apareciera esa piedra, la valoraríamos mucho, nos deslumbrará, nos daríamos cuenta que es maravilloso que esa piedra exista. Si descubrimos eso, podríamos pasarnos un buen rato contemplando esa piedra, tocándola, oliéndola, y descubriendo todos los detalles que encierra (colores, luz y sombras, formas, olores, temperatura, grietas, etc.).
Lo mismo sucede con las tareas. No hay mayor sabiduría que reconocer que esta tarea que me toca hacer ahora es la mejor que podría realizar, y ya que es lo que me toca hacer lo vivo con todas mis energías y mis ganas, sin pensar en otras cosas que podría vivir en este momento. Esta tarea me permite sacar lo mejor de mí, madurar y vivir a pleno. Y si no logro hacerlo en esta actividad, tampoco podré hacerlo en otras.
Este momento es el mejor que podría vivir ahora. Aquí y ahora hay un secreto maravilloso, si sé mirar bien. Por lo tanto, evito que mi mente me lleve a otros momentos posibles. Si no aprovecho este momento no estaré preparado para vivir plenamente otros momentos cuando la vida me los regale. Si no recibo todo lo que este instante tiene para darme, aunque pueda ser doloroso o rutinario, tampoco sabré explotar la riqueza de otros momentos. No se trata de imponerse la obligación de lograr vivir un instante perfecto, sino de aceptarlo así como viene y de entregarse a él con espíritu positivo y confiado.


Víctor Manuel Fernández
Libros: Unos minutos para recuperar la vida (edit. Santa María)